El salto cósmico de la Tigresa Blanca. 

Por Julieta Parra


A 28 millones de años luz de la tierra, en la galaxia «del corazón verde» inmerso en el polvo cósmico compuesto por más de 200 millones de estrellas, se encontraba un pequeño y bello planeta de color también verde  resplandeciente, era un planeta compuesto casi en su totalidad por una roca conocida como jade, había algo en el, parecido al agua pero no era agua, con piedras de jade verde en el fondo, el brillo verde de las gemas atravesaba el cristalino líquido , todo emitía un brillo agradable, todo parecía tan armonioso a los ojos de quien lo contemplara, porque en este planeta también existían criaturas , no humanas pero con muchas similitudes, por ejemplo su rostro y su anatomía era como la de los humanos, existían plantas pero no se llamaban plantas y flores que no se llamaban flores. La especie dominante era  exótica y poderosa, poseía hermosura abundante en sus formas y apariencias, se trataba de las tigresas blancas, eran casi ángeles felinos, una fusión única entre la anatomía de las mujeres terrestres, con generosas curvas,  piel muy blanca, tan brillante y tersa como el nácar  y rasgos  intensos como los ojos y las orejas puntiagudas de las tigresas blancas.

No habían machos en su misma especie, solo las hembras amas y señoras de su reino poblaban el planeta organizadas jerárquicamente.  Las tigresas blancas tenían una relación mística y fascinante con otra especie de escasos ejemplares pero que podían vivir por miles de años, se trataba de los dragones verdes o dragones de jade, seres gigantescos, mitológicos y de aspecto temerario, que dormían en el fondo de los volcanes del planeta Jade y que también lanzaban algo por el hocico, no era fuego, eran rayos color verde jade, estos seres a su vez habían desarrollado a través de un tiempo bastante prolongado todo un sistema de códigos de comunicación con las tigresas blancas. Así pues los dragones verdes entendían la necesidad de las tigresas blancas y comprendían el significado de sus rituales. No era habitual ver dragones verdes, sólo visitaban el reino de las tigresas blancas una vez captaban la señal que estas emitían, señal que era un llamado.

Cada vez que una tigresa blanca estaba «lista» es decir cuando, esta hembra había combatido el miedo a lo desconocido, el pánico a la nada y al vacío absoluto, estaba lista para recibir las lágrimas blancas del dragón, lágrimas que al bañarse en ellas la harían bella, poderosa y eterna y así sería respetada por toda la comunidad de tigresas. Pero el reto para obtener tal estatus no era cualquier cosa, estar lista significaba tener el valor de subirse en el lomo del temerario dragón y conducirlo, el dragón tenía trazada una ruta fantástica, una ruta que solo un dragón de jade podía transitar, estos seres celestiales tenían la capacidad de salir de la atmósfera del planeta y recorrer el espacio cercano, incluso visitar Kyra, su satélite, aunque fuera por unos minutos,  desde podían contemplar las más hermosas estrellas de la galaxia era un paseo alucinante y peligroso y era para este paseo que las tigresas se preparaban durante gran parte de sus vidas, pues quienes lograban llegar a salvo sobre el lomo del dragón, se hacían dueñas de ese ser mitológico y recibían sus lágrimas blancas que otorgaban un brillo indescriptible a su piel blanca nácar y obtenian así longevidad y belleza irresistible. Era la conducta normal y esperada, casi el matrimonio entre un dragón de jade y una tigresa.  Un dia cuando, Lynn la tigresa ya había recibido años de instrucción y entrenamiento, cuando era una guerrera invencible que había desafiado el miedo, recibió la esperada notificación, sería su turno, tendría que caminar días y noches hasta la cima de la montaña sagrada de jade enviar la señal y esperar por el dragón de jade, pero Lynn era diferente, tenía un carácter fiero e irreverente, buscaba hacer siempre las cosas a su manera, amaba las estrellas y soñaba cada día y cada noche con verlas desde afuera del planeta, su sueño no eran  las lágrimas blancas, ni la belleza eterna, ni la piel radiante, su sueño era contemplar las estrellas, la propia ruta era su premio, lo que era completamente diferente para las otras tigresas. Fue así como llegó aquella noche en que Lynn vio a los lejos los ojos electrizantes del dragón de Jade que se aproximaba hacia ella, a medida que se acercaba, el corazón de Lynn palpitaba de emoción y retumbaban sus blancos pechos, el dragón tomó postura y Lynn se abalanzó a su dominio, emprendiendo el viaje. La adrenalina tomó el lugar del miedo, en un vuelo tan excitante y veloz como un rayo, la sensación experimentada por Lynn era mágica e insuperable, un éxtasis abrumador e inexplicable, fue así como Lynn estaba segura de su destino, se había preparado para no sentir miedo a lo desconocido, ni a la nada, ni a la muerte. Arribaron al satélite Kyra, y contemplaron el resplandor de las estrellas más bellas por unos cuantos minutos. Llegó el momento del regreso, Lynn montó nuevamente a su dragón verde y este emprendió el viaje de vuelta. Cuando iban atravesando el espacio colmado de nebulosas y estrellas, Lynn en una decidida maroma se suelta del dragón y se lanza al espacio, a la nada, a ese océano sin fin de destellos y energía. Un grito de dolor del dragón se escuchó incluso en el planeta y sus  lagrimas blancas se esparcieron por el universo, llegaron hasta la atmósfera, llovió  así belleza eterna y larga vida para todas las tigresas blancas. Madame Lynn había cambiado en un salto al vacío el propósito de las tigresas blancas, ya no era necesario emprender un viaje por la belleza, la vida y la piel de nácar, ahora las tigresas que se sintieran lo suficientemente preparadas para vencer lo insospechado, buscaban conocer las estrellas, mirar de frente la nada, lanzarce al vacío y perderse en un rayo cósmico de éxtasis.  Desde ese momento bautizaron Lynn a la estrella más cercana del planeta Jade.